Hace tiempo leí una entrevista a Richard Linklater en la que mencionaban que sus películas eran “fotografías de la vida”. Se dice, con cierta coña casi siempre, que las fotos se llevan tu alma, y aunque obviamente no te van a convertir en un cascarón vacío, desde luego sí que guardan una pequeña porción de ti. La fotografía actúa en contra de las leyes naturales del tiempo mismo para conservar un momento que por norma es efímero. En ese instante atrapado confluyen todo tipo de inquietudes: éxtasis, violencia, nostalgia, y un sinfín más de historias que se quedan ahí, guardadas en una simple imagen. Boyhood, que es la película más significativa de Linklater, trata sobre eso. Es un retrato de todo lo que dejamos atrás en la vida, de cómo el imparable avance del tiempo se lleva lo que un día significó algo diferente a lo que significa ahora, y de cómo podemos capturar y preservar ese significado. El protagonista se hace fotógrafo porque, en fin, blanco y en botella.
Historias de esta índole se suelen catalogar dentro de la corriente del naturalismo, la cual definió Émile Zola a mediados del siglo XIX en el prólogo de Thérèse Raquin, obra pionera del género. Aunque más bien fue una diatriba del autor incluida en la segunda edición del libro a causa de las malas críticas que este recibió. Lo tildaban de asqueroso y sucio porque era algo a lo que en aquel entonces los aficionados a la literatura no estaban acostumbrados. Zola respondió que él trataba de presentar la realidad tal y cómo era, sin edulcorar. Los protagonistas “son animales irracionales humanos”, decía. Boyhood mantiene ese carácter naturalista, y diría que mucho más cotidiano. No hay un objetivo claro, ni un conflicto que involucre a todos los personajes; casi ni hay un leitmotiv más allá de la vida que pasa, sin más.La mayor diferencia es que la película está ambientada en la era contemporánea, así que la realidad que plasma es muy distinta a la que explicaba Zola.
La anécdota más famosa que gira en torno al filme es que tardó 11 años en rodarse (12 contando hasta su estreno oficial en cines), por aquello de reflejar con total fidelidad el crecimiento de sus personajes. Desde 2002 hasta 2013, las vivencias de sus protagonistas pasan por casi cualquier acontecimiento de importancia ocurrido durante la década de los 2000. Desde el estallido del fenómeno Harry Potter o el auge de internet hasta las elecciones que encumbraron a Obama como presidente de los Estados Unidos. La cultura, la tecnología o la política que definieron a las personas que crecieron durante aquellos años. Porque Boyhood, además de ser una Coming of Age Movie, es un relato costumbrista de la sociedad globalizada. La era del consumo, la de la posverdad, la de la información, la de la reivindicación de los derechos sociales; en definitiva, la de los millennials.
Entendemos aquí el concepto millennial, ampliamente denostado y convertido en el chivo expiatorio perfecto, como la generación de personas que han nacido entre los años 1980 y 2000, y que por tanto han crecido experimentando los constantes y frenéticos cambios en las comunicaciones, la cultura y el paradigma sociopolítico de los últimos treinta y pico años. “Una suerte de archivo sentimental compartido que afecta y une a humanos de una edad determinada”, como dice Noel Ceballos. Boyhood es un ejemplo, pero esta clase de historias no han permanecido ajenas a otros medios como, obviamente, los videojuegos. Al fin y al cabo, ¿qué hay más millennial que estos? Como decía Patrick Klepek en Waypoint contestando al controvertido artículo sobre narrativa publicado este año por Ian Bogost: “Los videojuegos se han convertido en el medio de facto para una generación entera”, y que cuenten historias es esencial ya que esta generación las tendrá como referencia. Son obras culturales destinadas tradicionalmente a un nicho de edades bajas, a un público joven que ha acabado creciendo y que hoy en día también las utiliza como medio de expresión. Una generación que ya tiene el tiempo y las herramientas necesarias para entenderse a sí misma, así que no es casualidad que en los últimos años hayamos recibido tantos títulos que actúan como retrato de la vida contemporánea en la sociedad occidental. Cotidianeidad sazonada por las fluctuaciones culturales más actuales y con la comunicación, ahora prácticamente infinita gracias al poder de internet, como principal arma. Obras donde el diálogo como mecánica jugable cobra una importancia superlativa.
Nina Freeman es especialista en crear este tipo de experiencias. Con Cibele banaliza las matanzas insustanciales que los MMORPG nos obligan a llevar a cabo en pos del farmeo para introducirnos en el corazón y mente de una adolescente en pleno apogeo de internet, MSN Live, y los juegos online masivos. Grindear monstruos es sólo un pretexto para hablar con el chico que le gusta a ella, ya que ambos se conocieron jugando. Emula los espacios sociales que se crean en los MMO haciéndonos bombardear la pantalla con clicks a bichejos de manera completamente robótica mientras centramos toda nuestra atención en ese mensaje privado que nos ha enviado el chaval. Consigue que eso nos importe mucho más que la quest que estemos haciendo. A eso se le une la otra mitad del juego, que consiste en deambular por el escritorio del ordenador de Nina mientras accedemos a cada uno de los elementos que conformaba su estilo de vida en aquel entonces: conversaciones de chat con sus amigos, fotos suyas, fondos de pantalla de Sailor Moon, etc… Un auténtico mosaico de emociones que no sólo evoca una determinada época, sino que también nos hace testigos de todo el proceso sentimental de su protagonista y autora. Y es que, como escribía Kitsune al hablar de los
juegos de Freeman, estos suponen sobre todo una exploración de la feminidad más intimista en uno de los contextos más apropiados para ello, como es la adolescencia. Y no una adolescencia cualquiera, sino una situada cuando internet daba sus primeros coletazos,configurando las vidas y maneras de ser de montones de jóvenes. Lost Memories Dot Net es
otro ejemplo que también lleva la firma de esta creadora, y de la misma forma que Cibele, utiliza el recurso de la narración a través de la interfaz de un PC.
Lo de contar historias entre wallpapers, archivos y ventanas de chat es un patrón muy repetido en esta corriente de juegos. Emily is Away configura toda su ambientación en torno a eso para impregnarla de la nostalgia por una etapa que ahora a algunos nos parece mucho más lejana de lo que en realidad es. Es una imitación pixelada de Windows XP, del Messenger, de los nicks
rocambolescos con símbolos de colorines y de las conversaciones incómodas que se manifestaban bajo la forma de mensajes cien veces reescritos antes de darle a enviar. Una de las claves del clima social moderno: los gustos por tal serie de televisión, videojuego, grupo musical o meme nos unen y sirven como excusa para entablar conversación, encendiendo la mecha de las relaciones online. En esas ventanitas de Messenger tuvieron lugar (y hablo en pasado porque ya no existe, pero extrapólese a cualquier sistema de mensajería actual) melodramas de todo tipo. Auténticas historias que podrían encajar en un guión de cine adolescente producido en Hollywood pero que no ocurrían en las taquillas ni en las clases. Lo que se escuchaba en los momentos de mayor tensión no eran gritos de júbilo ni sollozos, sino el “¡ti-to-tín!” que sonaba cuando recibíamos un mensaje.
Cualquiera que viviera sus 15, 16 ó 17 años en esta etapa sabrá perfectamente a que me refiero. Es un periodo extraño que necesitaba ser representado de alguna manera, y Emily is Away lo consigue a base de reflejar y hacernos partícipes de ese escenario virtual en el que transcurría todo: nuestro escritorio. África Curiel escribió en Nivel Oculto acerca de cómo los juegos de interfaz de ordenador, que encuentran exponentes fuera de la corriente juvenil como podría ser Her Story, buscan maximizar la inmersión a base de crear una conexión lo más diegética posible entre mundo y jugador. Si el juego de Kyle Seely logra evocar la incomodidad de aquellas conversaciones, esa es una de las mayores razones. Un aspecto esencial de las obras que retratan la idiosincrasia de un periodo determinado es que consigan que el usuario se identifique con lo que aquello significaba, o en caso de haberlo vivido, de transportarte de vuelta a entonces. Sin maquillajes, sin artificios burdos para lograr el espectáculo. La cotidianeidad más genuina. El escritorio del PC de una persona joven en los 2000 y en adelante es su santuario personal, baluarte y expresión de nuestro ser. Porque podemos personalizarlo, sí, pero sobre todo porque ahí es donde pasamos una gran cantidad de tiempo, ya sea relacionado con nuestro ocio, con nuestro trabajo, o gestionando cualquier aspecto de la vida diaria. También es nuestro espacio seguro, el dulce hogar en el que estamos solos y nos sentimos a gusto porque tenemos total control de todo. Narrar mediante escritorio suele ser sinónimo de narrar algo íntimo y fruto de los tiempos que corren.
Y es que esto no es solo un marco temporal en el que encuadrar ciertas historias. Abarca una serie de maneras de pensar, de comportarnos y de relacionarnos que vienen dadas por un contexto mayor, y juegos así suelen comentar las problemáticas derivadas de ello. Gone Home está ambientado en los 90, antes de Internet, pero igualmente nos muestra el fenómeno de la
socialización gracias a la cultura contemporánea y demás actividades cotidianas compartidas que son representativas de la adolescencia actual (Sam y Lonnie jugaban a Street Fighter y se teñian el pelo juntas). Y al mismo tiempo, su guión es una crítica hacia un tejido sociocultural que propicia que una familia sea tan puritana y añeja que no tolera que su hija esté saliendo
con otra chica, obligándola a escapar.
Después de todo, son historias que nos hablan de la juventud, etapa de incertidumbres en la que tratamos de encontrar nuestro lugar en el mundo; especialmente si, como Sam, se te cuestiona y se te rechaza por ser cómo eres. A los jóvenes nos toca cargar con las cicatrices que los que estaban antes han ocasionado, y encima se nos echa la culpa de todo si intentamos cerrarlas. Nos es de extrañar, pues, que los menores de 30 seamos los más azotados por la pobreza y la exclusión. Se nos quita el micrófono de las manos cada vez que intentamos hablar y no se nos toma en serio porque somos los niños, los inexpertos que no tienen ni idea de nada. Tampoco somos perfectos claro, con un percal así es fácil que nosotros mismos nos desviemos y acabemos cayendo presas de nuestra propia ansiedad por haber creído que nos íbamos a comer el mundo. Pero ante semejante situación sólo caben actos de rebeldía en los que poder expresarnos de viva voz. Si hay un título que sea definitorio de una generación, por fidedigno en su retrato, por agudo en su comentario y por genial en su inmersión, ese es Night in the Woods.
Se ha hablado bastante ya de esto, pero es la pura verdad que para muchos de nosotros nos fue muy fácil identificarnos con la situación que vive Mae Borowski, su protagonista. La suya es una historia de fracasos que le persiguen, o mejor dicho, las personas que se los recuerdan. Dejar la universidad porque no es tu sitio y volver a tu pueblo natal, a la casa de tus padres, para darte cuenta de que tal vez eso tampoco lo es. ¿Cuál es nuestro sitio entonces? ¿Qué esperan que hagamos?
Night in the Woods recoge perfectamente el desasosiego ocasionado por esas preguntas y lo traslada a un entorno apacible y ordinario. Porque hasta la vida pacífica en el pueblo, lejos deaislarnos en esa tranquilidad, es capaz de producir un insondable malestar interior al que preferimos no prestar atención. Mae se dedica simplemente a quedar con sus amigos, hablar con vecinos que no hacen más que prejuzgarla, o jugar y chatear en su ordenador (de nuevo, usando una narrativa de interfaz de escritorio). Actividades que muchos calificarían de improductivas y propias de los jóvenes que no hacen más que ser una carga para la sociedad. Sus padres no cesan en su empeño de presionarla preguntándole qué va a hacer ahora. Responder a eso no es tan fácil como que se nos presenten varios caminos a elegir y tiremos por el que nos parezca más agradable. Más bien es como si esos caminos se encontraran en una cueva, completamente a oscuras, y llena de sabe dios qué criaturas amenazantes. Según avanza la historia, esta va adoptando un cariz de misterio y, más adelante, de rebeldía. De cómo antiguas generaciones (muy fascistas, todo sea dicho) harán lo que sea por preservar un status quo en el que ellos están en la cima del poder, y los jóvenes, víctimas de todo esto, han de tomar el relevo para equilibrar la balanza, o al menos hacerla un poco más favorable. El juego de Infinite Fall retrata la sensibilidad de una época y una generación, la que dicen que es la generación perdida, y le da un rayo de esperanza con el que poder encontrarse a pesar de todo lo malo y lo raro del mundo. El diálogo y la exploración son su estandarte, enfatizando la curiosidad, las ganas de aprender, y la comunicación para estrechar lazos y empatizar con los demás.
Es una característica común a todos los títulos mencionados. Prefieren optar por un estilo dejuego sosegado, que transmita naturalidad, cercanía y, sobre todo, realismo; diría que es por eso por lo que no he incluido a Persona 5, pero en realidad es porque no lo he jugado. De esta manera se logra crear una relación muy íntima con quien está a los mandos, ya que apelan a nuestras preocupaciones más tangibles, a que bajemos de las nubes de fantasía durante unos momentos. Los videojuegos suelen ser evasivos, y eso a veces está bien, pero no nos viene mal que también haya títulos que prefieran que pongamos los pies en la tierra. Especialmente la tierra del siglo XXI.
El naturalismo ha ido evolucionando hasta convertirse en lo que hoy en día conocemos como Slice of Life, y creo que hay una diferencia fundamental. Ambas vertientes germinan de unamisma semilla: representar la realidad tal y como es. Sin embargo, la realidad de hace siglo y medio no es la misma que la de ahora. El Slice of Life cuenta también con un sinfín de variantes, pero por lo general tiende a reflejar la vida en una sociedad acomodada en la que, incluso así, quienes viven ella experimentan toda clase de preocupaciones en su día a día.
Thérèse Raquin, a mi juicio, es un culebrón de cuidado, pero la importancia no radica tanto en lo que pasa, sino en por qué pasa. Zola disecciona los patrones de comportamiento de personas reales para dar a entender que la realidad es sucia y desordenada, justo lo que criticaban de su novela. Que no hay un demiurgo, llámese autor, que ordena cada elemento para que todo tenga un sentido, una consecuencia y una moraleja. Charlie Kaufman en Adaptation reflexionaba sobre si era posible hacer películas donde no pasara nada, sin alardes bombásticos. Pero incluso en obras calmadas ambientadas en la sociedad actual como las de
los Slice of Life hay conflicto, preocupaciones y desazón. La vida es conflicto. No se trata de recurrir al sensacionalismo fácil, como le espetaba en la cinta a Kaufman esa especie de gurú autoritario de la narración que es Robert McKee, sino de mirar a lo que tienes delante. Decía al hablar de Emily is Away que su contexto es el de los dramas de instituto reales. El Slice of Life es exactamente eso, un drama de la vida, pero no un melodrama. Lo que el cineasta Yasujiro Ozu entendía como plasmar la humanidad en sus películas, “hacer sentir el pulso de lo que llamamos vida”. Una poética de lo cotidiano.
Y como es un conflicto sin planear, nunca hay un final en el sentido de un broche de oro que lo cierre todo. No hay nada que cerrar. Todos los juegos de los que he hablado siempre tienen finales extraños. Uno podría llamarlos agridulces, pero tampoco creo que la cosa vaya de que tengan que ser alegres o tristes. Leía sobre el Slice of Life que también hace un especial hincapié en el tiempo, en el aquí y ahora, y que el resto no importa. Que las historias que se cuentan son sólo un momento más, y que más que solucionar el entuerto de rigor planteado en el inicio y en el nudo, lo único que intentan es mostrar una serie de preocupaciones derivadas de lo ordinario. Por ende, no hay un final (si acaso, Gone Home es el único de los mencionados que tiene un culmen satisfactorio), solamente se acaba ese período que se nos relata para pasar a otro diferente. Es cierto que estos títulos tienen un conflicto central más evidente que, por ejemplo, series Slice of Life de anime en las que cada capítulo cuenta una situación y en conjunto crean un mosaico de la cotidianeidad, pero es así porque lasp rimeras son obras más acotadas. Lo que no quita que sus situaciones no se planteen desde la ya mencionada poética de lo cotidiano, salpicadas también por otras pequeñas historias que dotan de naturalidad al conjunto.
De nuevo, las fotografías de la vida a las que se refería Linklater. Maneras de inmortalizar vivencias. Es casi magia. Como conseguir paralizar un río, coger una porción de él, ymantenerlo intacto para siempre. Estos juegos muestran un instante muy específico de lasociedad, uno en el que las preocupaciones de las personas que viven en ella en se momento vienen dadas por eso, por el momento. Se dice mucho eso de que lo que hace especial a los videojuegos como medio artístico es que permiten la interacción directa del usuario. No sabría decir si gracias a eso la inmersión narrativa de los juegos de los que he hablado se ve
potenciada o no, pero desde luego no se me ocurre una mejor forma de plasmar lo que es llevar una vida social como adolescente a través de una pantalla. Es curioso, porque seadscriben a corrientes que hablan sobre el presente, pero que tienen más de un siglo de historia. Quizás es por eso por lo que aún tenemos un cacao tremendo a la hora de darles un género. Buscando entre las etiquetas de Steam sólo he visto cosas como “corto”, “buena trama”, “walking simulator”, “visual novel” y hasta “dating sim”; no diría que no cumplen esos factores, pero ninguno consigue englobar el común denominador del que hablaba. Aunque
seguramente tenga más que ver con que todavía tendemos a clasificar a los videojuegos en base a los géneros instaurados por la prensa especializada de hace 20 ó 30 años, los que simplemente nos indican cómo se juegan en el plano más básico. Para mí, son juegos que evocan algo que un medio como este, tan arraigado a la cultura contemporánea, se presentaba como un digno candidato para darles ese toque tan único. Como Boyhood, los juegos del naturalismo millennial capturan y preservan una parte importante de la vida de muchos de nosotros para que no se pierda entre el infinito flujo del tiempo.