Después de pasar por el calvario de una docena de jefes finales se llega hasta el casino de King Dice. Aunque todo el camino hasta allá uno tiene la sensación de estar ante un videojuego muy grande, de algo enorme tanto en su dimensión estética como en su jugabilidad o como producto único, es durante el enfrentamiento con King Dice cuando te das cuenta del edificio que los hermanos Chad y Jared Moldenhauer han levantado con Cuphead.
King Dice nos propone un mini-juego dentro del juego donde debemos enfrentarnos a una cantidad de mini-jefes a cada cuál más imaginativo. Podemos ir “sorteando” algunos si somos capaces de trucar las tiradas de un dado que Dice nos suelta. Pese a esto no vamos a pelear con menos de tres además del mismísimo King Dice. Sobra decir que el toda la secuencia es difícil. Según sea tu capacidad para hacerte con el juego te puede llevar varias horas aprender cómo superar a cada uno de los jefes, conseguir las tiradas que necesitas y acabar con King Dice. El nivel de dificultad ahí sí que está colocado para que o bien tires la toalla o bien quieras ir a por todas. Porque después de King Dice solo queda el enfrentarse al Demonio en persona.
Pero si dejamos de lado la calidad de la escena, incuestionable, y de lo inmenso que es Cuphead, lo que nos queda es algo mucho más simple que debería ser tatuado a fuego en cualquier creador: en el mundo de la ficción todo es posible.
Si en la vida real sufrimos constantes ataques para que no imaginemos posibilidades que puedan llevarnos a cambiar el mundo donde vivimos, para decirnos que «no se puede», ¿por qué empeñarse en llevar ese mismo (mal llamado) “principio de realidad” al terreno de lo ficticio? De otro modo, además del derroche de fantasía de los dibujos animados de los que bebe Cuphead, ¿se puede aprender algo de esa forma de abordar la ficción?
Para ponerme a hacer este texto sobre Cuphead revisé algunos de los cartoons estadounidenses de los años 30. Las imágenes que tengo grabada a fuego de esa época son las de Micky Mouse subido en el paquebote mientras conduce la nave y silba y la de Betty Boop de los estudios Fleischer. En los Fleischer podemos encontrar dibujos animados que derrochan fantasía e imaginación que rara vez vamos a ver en nuestro presente si exceptuamos algunos de sus continuadores naturales como Hora de Aventuras o Gravity Falls (aunque esta última le cuesta más renunciar “a la mimesis de lo real”). En declaraciones a Animation Magazine el productor ejecutivo de Hora de Aventuras Fred Seibert reconoce la influencia directa de los Fleischer y dice: “es el tipo de surealismo que hemos perdido el siglo pasado”.
Este vídeo del cartoon de Bimbo de los hermanos Fleischer es buena muestra de cómo todo era posible en las narrativas de la animación.
Si uno no logra ver Cuphead en este vídeo es que tiene un problema serio. Y no solo me refiero a la inspiración estética, que es obvia, sino también a su apariencia de videojuego de plataformas en 2D. En más de un lugar se ha recogido este vídeo de los Fleischer (todos son de dominio público, por cierto) para ilustrar su parecido e influencia en Cuphead.
El comentario bastante acertado de la persona que ha subido este vídeo dice: “Este fue un tiempo donde el arte popular esta cómodo ante lo extraño y lo desordenado y lo espeluznante y lo bello más que en ningún momento desde entonces”. El arte popular como una forma de reivindicar una manera de hacer las cosas que no casa con el orden y racionalismo aspiracional del sistema de estudios que se estaba creando en los años 30. Tampoco encaja con el orden neoliberal del mundo en donde “todo es posible si uno lo desea” que promulga la animación más mainstream como la de Frozen o Cars.
El estándar sobre cómo deberían ser los dibujos animados que se utiliza en la actualidad lo trajo Walt Disney. Aunque los primeros Micky Mouse tenían mucho que ver con el estilo de los Fleischer el camino a seguir lo va a marcar sus películas de cine. Blancanieves y los siete enanitos con un look realista en el que lo fantástico solo entra ocasionalmente y no como parte fundacional del mundo ficticio, se replicará hasta la extenuación. El ejemplo de cómo introducir la falta de lógica en un mundo coherente tendrá excepciones notables y puntuales como el genio de Aladino, sin embargo, rara vez veremos algo como que dos pollos en una barra de hierro que se transformen en pollos a la brasa porque alguien ha puesto la calefacción muy alto. Los dibujos animados se desarrollan, dentro de sus elementos fantásticos, en una coherencia que es inmutable durante toda la historia. El genio es un recurso cómico puntual y no un ejemplo de cómo funciona la realidad.
Alguien dirá: “Un momento, pero Pinocho es pura fantasía, ¿cómo puede decirse que el estándar de Disney se alejaba de lo fantástico?”. La lógica racional de Pinocho es aplastante. Aunque haya animales parlantes o él sea un niño de madera la coherencia del mundo se mantiene de cabo a rabo. No sucede nada como en el corto de Fleischer de Bimbo’s Initiation en el que el agua se convierte en solido sin razón aparente o las puertas encierran una boca que le devora. Estos escenarios quedarán relegados a los sueños o delirios de los personajes y no como algo que represente el mundo de la ficción. Por ejemplo, cuando Dumbo se emborracha por error vemos un universo pesadillesco que se rige por la lógica de la animación de los Fleischer. Pero el espectador está tranquilo: sabe que eso no forma parte del mundo coherente de Dumbo sino de la imaginación trastornada por culpa del alcohol. Tarde o temprano pasará y todo tendrá un sentido tranquilizador.
La sensación de que hemos entrado en un mundo de loony tunes como le pasa al protagonista de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? al viajar a Dibuliwood (Toontown en inglés) es lo que uno debería esperar de la animación. Algo que nos lleve a mundos donde todo es posible y no se rija por nuestra lógica, que el espectador no sepa a qué atenerse.
No todo lo que esa animación proponía puede ser rescatado para nuestro presente: tanto en Disney como en Fleischer se dibujan demasiados estereotipos culturales y racistas. Carece de sentido más allá de utilizarlo como crítica. Jay-Z tiene un videoclip sobre esto, precisamente.
Sin duda, la culminación de este camino hacia una animación que se ajusta a la tiranía de lo real es la que hace Pixar / Disney. Pese a que algunas de sus películas sean estupendas no hay nada de todo lo que nos ha dejado Pixar (y que nos dejará) que no sea una fábula sobre la vida contemporánea. Es más, todas las historias de Pixar son exactamente iguales: alguien se siente desubicado en la posición en la que el mundo le ha puesto y pasa por una serie de vicisitudes hasta que logra conseguir estar a gusto consigo mismo y dejar de estar reprimido. Entre medias de la historia alguien se pierde y esta persona desubicada debe emprender un viaje para tráelo de vuelta. Allí es donde aprende o descubre aquello para lo que estaba hecho y cómo debería funcionar su mundo para ser feliz. Esto se puede ver tanto en Toys, como en Cars, como en Los Increibles como para Wall-E, como en Inside Out o la del abuelo que pone globos en la casa.
Si os quejáis de los juegos que son un cambio de piel sobre el mismo tema… Pixar lo lleva haciendo desde los noventa. Además, la forma de comportarse de los coches, peces, juguetes, emociones, etc. nunca se aleja de la lógica de lo que se cree que es la “clase media americana”. No importa que no sean personas porque ellos (se supone que esa es la gracia) se comportan como personas. También da igual que sea más o menos inclusivos en lo que representan, los problemas que reflejan son los de la vida contemporánea en un país del primer mundo y, me da la sensación, problemas de hombres y mujeres blancos-heterosexuales que viven en suburbios.
En Pixar, más allá de buscar un animal u objeto nuevo al que animar, no hay espacio para la maravilla de la posibilidad. Las conclusiones a las que llegan, la moraleja, son de un tranquilizador que resulta preocupante. Uno siempre puede reconciliarse con la realidad si lo ve desde el prisma de Pixar porque todo lo que sucede tiene sentido.
Por fortuna para todos, el mundo de los videojuegos incluido, la animación de Cuphead así como su tan mencionada dificultad atienden más al espíritu de la Fleischer que a la estabilidad del cuento de hadas de Disney / Pixar.
Cuphead no es una píldora fácil de tragar. Desespera mucho y sí, frustra, digan lo que digan. Frustra porque cuando fallas sabes por qué has fallado y cómo puedes solucionarlo pero repites y vuelves a cometer errores similares. Debes insitir mucho más de lo que la razón te dice que hagas porque esto, amigos, no es un asunto racional. Debes dejarte llevar y que sea la memoria muscular la que acabe por entender los patrones de ataque y responder adecuadamente. En Cuphead, como en otros juegos en los que la dificultad media algo está más elevada de lo habitual (no quiero decir Dark Souls pero…), superar al jefe y ver el mensaje de Knock Out al vencerlo resulta una mezcla de satisfacción y alivio tan reconfortante que te empuja directamente contra el siguiente desafío.
Cuphead es único. Uno de esos videojuegos que quisiera que todo el mundo disfrutase porque cada uno de sus cuadros es maravilloso. Para los que amamos la animación, como es mi caso, se disfruta cada segundo que uno está tratando de esquivar las balas, acabar con esa ranas gigantes que se transforman en tragaperras, y a la vez se está muy enfadado porque uno se siente un inútil por no pasarse el nivel con una S, pero, ¡qué coño! al menos he tumbado al jefe.
Lo que me pasa con Cuphead es que abrió una ventana de posibilidad que me ha permitido ver, por unas horas, cómo hubiese sido el pasado si en lugar de haber hecho películas de animación hubiesen sido videojuegos.
Mundos donde todo es posible y todo es maravilla.