Camarero sírvanos el mejor bourbon de Texas… The Red Strings Club – Análisis

portada the red strings club antihype

Si yo fuese Jordi de Paco estaría muy orgulloso de The Red Strings Club. Es una obra inteligente sin ser pretenciosa; celebra la diversidad sin hacer hincapié en lugares comunes; es capaz de ser sensible sin ser sensiblera; cool sin ser una payasada del hispterismo. Un montón de piezas bien hiladas que estructuran un videojuego que debería estar en cualquier ludoteca.

Sí, Deconstructeam no es solo Jordi de Paco. El trabajo que hay tras un videojuego (casi cualquiera videojuego) nunca depende de una sola persona. Es injusto decirlo de otro modo. Sin embargo, en este caso, el peso del guión es tan potente que no queda más remedio que señalarlo como una pieza fundamental en el entramado de Red Strings Club.

Decía que Deconstructeam no es Jordi de Paco. Pero yo tampoco soy Jordi de Paco, ni (lo más importante de todo) es imposible que lo sea tanto física como metafísicamente. Trivial, sí, pero encierra uno de los mayores problemas a los que nuestra consciencia se enfrenta a diario: estamos atrapados en eso que identificamos como “yo”. Esto significa que vamos a experimentar la realidad solo a través de un punto de vista muy específico, esto es, el de “yo”.

No sé qué es lo que es ser Jordi de Paco como de Paco jamás sabrá lo que es ser un murciélago, una hormiga, o un ornitorrinco… pero, ¿puede saber de Paco lo que es ser una mujer? ¿y una mujer negra? ¿y una mujer negra lesbiana? Bueno, el problema de la diversidad no es solo que una persona no pueda saber lo que siente alguien que se encuentra en minoría sino que, directamente, no podemos saber cómo es ser el que tenemos al lado. Por no mencionar, asunto bien diferente, cómo la construcción de términos como “mujer”, “negra” y “lesbiana” generan ideas equivocas sobre “qué es lo que es ser”. Pero pese a que el gusto filosófico francés puso mucho énfasis en la palabra y en cómo construye el mundo (y no les falta razón) existen otro tipo de barreras físicas que imposibilitan conocer “qué es lo que es ser” tal o cual cosa. Ahí las palabras tienen poco que construir.

(Ojo aquí, una aclaración. Utilizo la expresión “qué es lo que es ser” con bastante intención técnica: es tanto una cuestión epistemológica, conocer algo, como tener experiencia de algo. Yo no puedo saber cuál es la experiencia que tú tienes, pero tampoco sé cómo experimenta el mundo un murciélago. Por tanto, ese “que es lo que es ser X” es una expresión que refiere a la fenomenología de la consciencia de un ser sentiente).

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La ventaja de que seamos humanos y que tengamos un lenguaje , de poder comunicarnos, es que si bien es imposible que tengamos experiencia de cómo es ser una mujer negra lesbiana (a no ser que alguien lo sea) al menos podemos utilizar el lenguaje como territorio común para representar cómo es serlo. Por eso, entre otras cosas, son tan importantes los trabajos que tratan la diversidad porque si están bien hechos, como es el caso, nos ponen en contacto con una forma de experimentar el mundo que no es la nuestra (incluso aunque podamos incluirnos dentro de lo representado nunca es “la mía”), entendemos que la manera de experimentar el mundo que tenemos no es la única. Afortunadamente, aunque no sepamos qué es lo que es ser tal o cual sí podemos hablar sobre ello y generar obras que nos acerquen a ciertas problemáticas. En esta caso, la ficción del videojuego de Deconstructeam elabora un discurso sobre la diversidad que ya le gustaría a muchas personas poder construir con tanto cuidado y sensibilidad.

En The Red String Club manejamos a varios personajes en lo que es una narración interactiva donde se intercalan algunos mini-juegos bastante interesantes, como el de crear cócteles o esa suerte de hilemorfismo que se práctica con la “alfarería de módulos”. Aunque manejemos tanto al androide Akara como al hacker neuronal Brandeis el peso fundamental está en las conversaciones que Donovan establece con sus clientes. Esa es la auténtica crema del juego.

Los habituales del bar Red Strings son ejecutivos de una corporación que está a punto de implantar un sistema de bienestar social por el cuál se va a eliminar sentimientos como la depresión o la tristeza. Pretenden mejorar la humanidad eliminando lo peor de nosotros, sin embargo, como contrapartida, esta decisión tiene bastante que ver con el control mental. Donovan colabora con unos hacktivistas que quieren detener este programa por considerar que atenta contra la libertad y estos nos van a quitar lo que nos hace humanos. Los seres perfectos no evolucionan, según cree, por lo que necesitamos lo malo para sacar lo bueno. Pero, ¡oh la ironía! la forma en la que Donovan saca información es manipulando y controlando las emociones de sus clientes mediante sus cócteles.

Y es que lo irónico de The Red String Club (aunque habría que decir “lo irónico de este análisis”) es que lo más importante del videojuego de Deconstructeam no es su apuesta por la diversidad (se da por hecho que la frontera de lo trashumano ha sido traspasada en el universo del juego; un gran acierto sobre cómo se plantea la trama, por cierto) sino la capacidad inaudita e inteligente de plantearnos aporías.

Una aporía, hablando mal y rápido, es un callejón sin salida filosófico. Significa “dificultad para el paso” que es lo que pasa cuando uno choca contra un muro. Si uno trata de razonar contra el muro se va a dar cuenta de que, por un lado, eso no vale de nada y por otro que van a surgir paradojas que impiden la resolución. Entonces es mejor dejar ese problema y asumir que hay cosas que no podemos solucionar o bien tenemos que abordarlo desde otro lugar que las evite. Son muy conocidas las aporías de Zenón de Elea, como la de Aquiles y la tortuga, si a alguien le interesa el tema.

En cierta medida si uno trata de resolver una aporía siguiendo un razonamiento lógico en problemas como la identidad de género uno va a encontrarse tarde o temprano tentado por la paradoja. Pero la paradoja que articula todo el entramado de hilos de este juego no es tanto la que tiene que ver con «¿qué somos?» sino sobre «¿cómo somos?» y cómo los demás entretejen el «¿qué somos?». Las aporías, pese a ser irresolubles por definición, nos pueden llevar a situaciones de iluminación. Por ejemplo, Demócrito llegó a la idea de que el universo debe estar compuesto de átomos (es decir “indivisibles”) porque si todo podía dividirse en algo más pequeño la lógica dice que siempre uno podrá dividir una vez más ese algo, consecuentemente no puede haber un “ladrillo básico” de la materia y lo cierto es que existe la materia, por lo tanto debe existir algo indivisible.

En fin, palabras mayores todas estas que de Paco ha sabido manejar con un pulso envidiable. En serio, envidiable.

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Resulta irónico que Donovan quiera tirar por tierra los planes de una megacorporación que parece estar a punto de lanzar un programa de control mental controlando con sus bebidas a los clientes del club. En esta lucha por el control lo importante no es el poder, como uno puede llegar a deducir, si no poder responderse de manera adecuada a la pregunta “¿soy yo el que quería hacer esto?”. Es decir lo que está en juego en The Red Strings Club es la agencia, la trama sobre malignas corporaciones y demás es una excusa para hablar sobre el destino, las acciones y las consecuencias.

Como muy bien ha visto Chiconuclear en su análisis de  The Red Strings Club, el juego no va de tomar decisiones (sean “morales” o no, eso es indiferente, de hecho el término «decisión moral» aplicada en este tipo de casos es bastante controvertido) sino de observar las consecuencias de estas decisiones. Muchos de los diálogos que Donovan establece con los clientes sirven no tanto para descubrir la trama (intuyo que tarde o temprano vas a dar con la clave hagas lo que hagas) si no para que uno comprenda que no existen decisiones “malas” o “buenas” en The Red Strings Club, ya sea desde un punto de vista “moral” o de la “jugabilidad”, si no consecuencias (in)deseables. De hecho, el final del juego ya está marcado en su inicio y en el menú donde podemos ver los hilos rojos (lo que viene a ser un árbol con las decisiones que hemos ido tomando) sabemos a donde va a ir a parar todo.

Pese a que la mayor parte de sus mecánicas parecen haberse ensamblado tras diferentes jams (de hecho, es así), que algunas veces las conversaciones son demasiado obvias sobre el tema de fondo (la agencia, la libertad, las consecuencias, etc.) y que el énfasis en la diversidad en ocasiones pierde fuelle, cómo se articula todo el entramado de The Red String Club es magnífico. Una obra cuajada, madura y accesible que coloca a Deconstructeam como una compañía a seguir y, que de continuar en esta onda de excelencia, va a dar mucho que hablar. Se agradece, además, que hayan facilitado el acceso al juego tras su (muy duro) Gods Will Watching, del que rescata algún parecido de familia.

Cuando uno termina The Red String Club tiene la sensación de que ha vivido algo único. Pese a tener la sensación de que si repito partida desde el inicio el resultado no va a variar demasiado, la manera en que te plantea las diversas situaciones en las que se apela a que des tu opinión sobre temas controvertidos a través de Donovan te lleva creer que no es necesario repetir. Al menos no inmediatamente. Sin embargo, también me quedo con la sensación de que dejé mucho por hacer y que el mundo de The Red String Club me pide que vuelva. Ojalá más conversaciones, más cócteles y más momentos íntimos donde tratar temas delicados sobre el amor, la agencia, el heroísmo, la mediocridad, la drogas o la muerte. Temas que cautivan y arrebatan tanto como este maldito juego.

Acerca de Alberto Murcia

Doctor en Humanidades por la Universidad Carlos III y tecnófilo. Dedico parte de mi tiempo a escribir sobre videojuegos en esta casa tan acogedora. También colaboro en El Estado Mental, Irispress, Zehngames, Deus Ex Machina y Anaitgames

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