Lo sagrado Super Mario Odyssey – Análisis

Encabezado Mario Odyssey

No he sido nunca muy de Mario. Puede que esto tenga que ver con el hecho de que no tuve una Nintendo si exceptuamos la Game Boy original y, bastante después, Nintendo DS. Compré la Game Boy con unos 12 años, aunque no estoy seguro; tal vez antes. Gasté todos los ahorros en una que traía un cartucho pirata con 3 juegos. Tetris, uno de motocross que no recuerdo y el Mario Bros.

Nunca supe exactamente de qué versión de Mario se trataba. Podría buscarlo ahora pero hay cosas que prefiero dejar en la bruma de la incertidumbre porque, a fin de cuentas, conocerlo con exactitud tampoco va a suponer diferencia alguna. El caso es que tengo asociado Mario a las visitas al ambulatorio. Las hacía con mi madre; ella iba cada dos por tres al médico, a día de hoy desconozco para qué, aunque me lo imagino.

Recuerdo que las paredes del hospital estaban forradas con un material como de moqueta, que no había casi luz (aunque toda mi infancia la recuerdo oscura por lo que puedo estar equivocado) y que jugaba al Mario con el contraste subido a tope porque el cartucho pirata demandaba más batería de lo normal. En ese ambulatorio me habían hecho un daño terrible cuando era muy pequeño, incluso hubo denuncia al pediatra. El ambulatorio fue desmantelado a principios de los años noventa. Ahora es una tienda de muebles.

Pese a que Mario me encantó, existe una asociación desagradable entre mi experiencia personal y la experiencia con la franquicia de Nintendo. Debería estar prohibido por ley que uno tenga recuerdos desagradables que se relacionen con Mario, porque Mario no se merece eso. Es feo como pegarle a un padre, cometer un delito grave o pintarle un bigote a la Mona Lisa. Está mal. Si algo debería ser sagrado, según su significado de “intocable”, tendría que ser Mario.

Lo que hizo Shigeru Miyamoto no fue solo que creó la franquicia más rentable y reconocible del mundo de los videojuegos (el auténtico embajador del videojuego como arte) ni siquiera uno de los mejores juegos de la historia, ese al que todos querían imitar. No, no solo eso. Miyamoto encapsuló la inocencia que se le presupone a la infancia; creó un mundo donde el mal son bichos adorables, todo está lleno de secretos y el arma infalible contra los problema es el salto. Un salto con el puño levantado en señal de superación ante un reto imposible. Un salto que es alegría y vitalidad. Miyamoto creo una infancia eterna.

Tener un mal recuerdo asociado a Mario es como cuando a Alex en La Naranja Mecánica le aplican el método Ludovico de reajuste de la conducta utilizando música de Beethoven. Dice Alex: “¡Es un crimen utilizarlo así! [junto con imágenes de destrucción provocada por el nazismo] ¡Él no le hizo mal a nadie! ¡Beethoven solo compuso música! ¡No es justo que sienta nauseas escuchando al divino, divino Ludwig Van!”

Este egotrip tiene final feliz y el Dr. Mario acaba por curar cualquier mal. Super Mario Odyssey no es solo uno de lo mejores Mario si no que cabe asegurar que se seguirá recordando dentro de 10 años como uno de los videojuegos más perfectos que se han hecho. La herencia de Miyamoto, el mundo farmacopéico de la infancia encapsulada, está concentrado en esta maravilla. Kenta Motokura dirige este mastodonte del videojuego que junto a Zelda, Breath of The Wild arrolló la expectativa de cualquier otro juego por ser el que mayor atención recibiese tanto de crítica como de público. Mario no necesita ser un 10 sobre 10 porque está por encima de las calificaciones: es una experiencia tan personal como comprender una obra criptica, “¿a quién le importa lo que piensen los demás mientras a mí me diga algo?” Algunos juegos buscan ser iluminadores, pero Mario es iluminación.

Puede que el 2017 no haya sido un año tan bueno en los videojuegos como 2016 pero los juegos buenos han sido enormes y la consola que se los ha comido a todos ha sido Nintendo Switch. Pero una consola, por muy buena que sean sus prestaciones, como son las de esta híbrida de Nintendo, no sirve para nada sin títulos que la vendan. Mario siempre es un buen reclamo y, rara vez, uno se va a encontrar en la situación de sentirse decepcionado. Pero Mario Odyssey es de otro planeta. Es como ver jugar a Pau Gasol en estado de gracia, es Mesi metiendo un gol imposible, es Terence Malick en su mejor momento o Samuel Beckett cuando estrena Esperando a Godot. Es arte en estado puro que combina la dificultad de hacer un producto de software que funciona a la perfección con un diseño espectacular.

Lo realmente bonito de Mario Odyssey es cómo te atrapa y te mete en su estado de ánimo. No exagero con lo de que Miyamoto convirtió a Mario en el mundo de la infancia encapsulada: si uno se mete en Mario Odyssey y no siente buenos sentimientos, o buena vibra, o no se le cambia el humor a un estado de felicidad es que o bien usted no entiende nada de nada o bien es que no tiene corazón. Lo siento, pero si te pasa estás muerto por dentro.

Mario solo puede ser disfrutado desde ese lugar en el que todo es posible, la vida es infinita yo lo único que me debe preocupar es “¿cómo voy a llegar hasta allí arriba y recoger esa luna?”. Si alguien pretende hacer un trabajo sobre el valor terapéutico de los videojuegos y no incluye a Mario debería ir a la cárcel. Eso es así. Al menos a Soto del Real, junto con todos los corruptos que se dedican a cercenar el futuro de las generaciones por venir. Alguien que no le gusta Mario Odyssey es un Bárcenas cualquiera… ¡peor que un Bárcenas!

happy sprite Antihype

Mario Odyssey escala perfectamente en dificultad. Pasar por los mundos del juego y ver su final no debería resultar muy complicado para casi nadie. Además, la duración es ajustada por lo que se puede disfrutar con calma, paladeando cada momento. Cada nuevo escenario es una delicia de imaginación y diseño. Explota de sobremanera la idea de que cada tarea complicada que uno realiza obtiene una recompensa de algún tipo. Todo está lleno de secretos que invitan a perder el tiempo por sus más recónditos lugares. Todo esto potenciado por el invento que introducen en este Mario Odyssey: Capi, la gorra que puede “poseer” a otras criaturas y tomar prestados sus poderes. A Nintendo no le gusta que se diga “poseer” por las connotaciones que tiene, pero, en fin.. en realidad es lo que hace la gorra. Y está bien.

Una vez se termina la historia principal uno puede continuar recorriendo de nuevo los mundos en busca de las “energilunas” (o lunas, directamente) que le faltan y que están escondidas por todos lados. En total uno puede unas 836. Si cuando uno acaba el juego suele tener unas 200, quedan sobre 600 más para entretenerse un buen rato. Para incentivar esa búsqueda cada vez que alcanzamos un número determinado de lunas se suele abrir otro mapa nuevo para que exploremos. Los mapas más demandantes y complejos de superar llegan cuando nos acercamos a la meta.

Mario Odyssey es también un ejemplo de esto que se llama “abuso de una mecánica”. El salto y lanzar la gorra, el diálogo principal que mantenemos con Mario, sirven para hacer cualquier cosa, y se pueden hacer muchas. Aplica esa máxima de la economía del lenguaje de que con pocos elementos se pueden hacer infinitas combinaciones. Marc Brown, comentarista de diseño de videojuegos en Youtube, tiene toda una serie sobre esto y lo que hace Nintendo, por si alguien está interesado. En ese sentido Mario Odyssey y Doom (2016) se parecen bastante: sublimar hasta el límite una mecánica que se convierte en el pilar donde se sostiene todo el entramado.

El aspecto de mundo abierto también enfatiza el carácter de «juego para explorar que quiere que pruebes todo lo que veas» para saber qué sucede. Mario te pide interacción constante y Nintendo, que suele cuidar al detalle absolutamente todo, se ha preocupado de que casi cualquier objeto con el que te cruces tenga algo que aportar. En este sentido, los gamers que se dedican a forzar un juego hasta sus últimas consecuencias para saber si este se rompe acaban por encontrar que en los lugares más imposibles para acceder un tester de Nintendo ya había estado; y este te deja, al menos, un par de monedas por intentar demostrar que Nintendo se preocupan por el desarrollo.

Pocos juegos merecen rendirse completamente sin tratar de buscarle qué ha fallado. Se puede decir de Mario que es demasiado fácil, menos los últimos niveles que solo se desbloquean cuando casi has recogido las más de 800 lunas, y que eso empobrece la experiencia. La razón es que uno solo necesita manejar con habilidad precisa los combos de movimientos más complicados al final y que, en realidad, uno puede pasarse el 90% del juego con saltos y lanzar la gorra. Sí, es cierto, pero ¿y qué? Ahora hay cientos de miles de juegos difíciles y Mario no es, precisamente, un paseo por el parque. Si uno quiere enfrentarse a algo más complicado tampoco necesita viajar muy lejos para encontrarlo, pero que no sea un Mario.

La mayoría de las veces solo hay que esperar a que pase el tiempo para comprobar que todo es demasiado complicado. Y no me refiero a los videojuegos.

La dificultad, como he señalado, está bastante ajustada. Si tenemos en cuenta que el target de Nintendo incluye a una porción de gente muy joven (su seña de identidad es su énfasis no descuidar su aspecto de juguete) y no solo al hardcore que juega a Dark Souls sin armas y se lo pasa, o que tampoco pretendía que Mario fuese Cuphead, escala perfectamente para que uno disfrute del juego. De eso se trata, de disfrutar. Como uno se supone que debería disfrutar cuando se es niño aunque el mundo se empeñe en que esto no suceda. Ojalá la infancia de todos los niños y niñas del mundo fuese como vivir en el mundo de Mario. Ya tendrán tiempo para comprobar que la vida se parece más a Dark Souls que a Marío. Nadie debería tener derecho de convertir la infancia en un lugar horrible. Nadie. Si algo debería ser sagrado, según su significado de “intocable”, deberían ser los niños.

Mario Odyssey es la luz en el horizonte que hace llegar a los barcos a un puerto donde todo es puro, bueno y bello. Mario comparte esencia con el mundo de las ideas. Mario es salir de la caverna y ver la luz del sol. Un lugar donde no existe el daño.

Qué lastima que solo sea un juego.

O, tal vez, deberíamos celebrar que solo sea un juego. Porque eso significa que alguien se preocupó en crear un refugio donde huir cuando caigan las bombas.

 

Acerca de Alberto Murcia

Doctor en Humanidades por la Universidad Carlos III y tecnófilo. Dedico parte de mi tiempo a escribir sobre videojuegos en esta casa tan acogedora. También colaboro en El Estado Mental, Irispress, Zehngames, Deus Ex Machina y Anaitgames

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