Fullbrigth, en concreto su desarrollador principal Steve Gainor, trata de mantener el listón tan alto como en su primer trabajo, el laureado (con razón) Gone Home. En Tacoma nos presenta una estructura similar a la de Gone Home (un escenario para desarrollo de un walking simulator que funciona de forma dirigida pero no-lineal) en el que la interacción con los objetos y personajes del escenario nos irá revelando qué ha sucedido con la tripulación de la Tacoma, una estación orbital.
Tacoma utiliza un recurso similar al de Gone Home (en esto también se parece): Recurre al truco de plantearnos una situación muy vista en el género de terror, un astronauta que debe explorar un pecio espacial, para contarnos una historia sobre personas y que poco tiene que ver con el género tanto de terror como el de ci-fi. Al menos, no tanto como en los tópicos que pueblan estos géneros.
Llamado a ser uno de los indies del año, Tacoma explora aspectos que los juegos convencionales no suelen tratar, como el amor, la angustia vital, la muerte, el aburrimiento, de manera adulta y coherente sin caer en exceso en la banalidad o la sensiblería más pueril. Se nota que el equipo que trabaja en Fullbright sabe lo que se hace. Pese a que Tacoma supera a Gone Home en prácticamente todos los aspectos el resultado final no resulta tan cuajado: pese a no caer en el tópico que uno espera mientras la narración se va perfilando, Gone Home resulta mucho más cerrado y perfecto.
De entre las cosas que nos deja me gustaría detenerme en un detalle, no sé si menor, que articula la narración. Al menos muy por debajo y que podemos seguir más que por lo que nos cuentan los personajes por lo que puede leerse en los documentos a los que accedemos. Puede resumirse en esto: Las corporaciones no van a ser más benevolentes en el futuro.
En Metrópolis (Fritz Lang 1927) sucede que la clase obrera cansada de vivir en la parte más baja de la ciudad, con una vida monótona y gris, acaba por rebelarse contra los que tienen el poder. Los planificadores, que son los ciudadanos de la metrópoli que vive en la parte elevada de los rascacielos como si fuese la nueva Arcadia, utilizan a los obreretes para vivir bien y mantener su estatus vital.
Si uno pone atención se dará cuenta de que estos tampoco lo hacen por maldad sino que hay un punto de descuido, ineptitud y dejadez que convierten el daño que producen a los trabajadores en algo así como “un descuido”. Descuido macroestructural, en todo caso. Tanto fuerzan la máquina que esta acaba por romperse en más de una ocasión.
En un momento dado del film los revolucionaros, conducidos por María (que podría ser perfectamente un trasunto de Rosa Luxemburgo), comienzan a liarla parda en los sótanos de la ciudad y amenazan seriamente con tomar el Palacio de Invierno de los rascacielos. Aquella olla a presión está a punto de estallar y necesita un mediador sindical.
Por si alguien no lo sabe, cuando se pergeña esta película las cosas andaban un poco torcidas por Europa y, más concretamente, por Alemania. Había pasado casi una década desde la derrota de los Imperios centrales en la I Guerra Mundial y Alemania estaba en su etapa de la República de Weimar. Aquello estaba tan mal que la gente freía huevos con saliva, que diría Chiquito de la Calzada (que la tierra le sea leve).
Los comunistas habían sido reprendidos brutalmente durante el alzamiento espartaquista (entre estos represores estaban los freikorps, germen militar del nazismo); la República era incapaz de darle al pueblo lo que necesitaba; el sentimiento de revancha crecía considerablemente en la cultura alemana; para colmo el crack de 1929 iba a llegar para acabar de darle alas a los nacionalsocialistas. En medio de esta tormenta Fritz Lang escribe Metrópolis junto a Thea von Harbou con la que estaba casado. Thea resultó que le gustaba el nacionalsocialismo más que a Fritz las películas. De hecho, se dice que Goebbles quiso que Fritz Lang fuese el director de referencia del nazismo. Lang respondió a la petición con “me voy a comprar tabaco” y se fue corriendo a los EE.UU.
La solución de un film como Metrópolis no podía pasar por el triunfo de la revolución bolchevique sino por el entendimiento entre las partes. Lo que ahora parece más sensato (el diálogo) no lo era tanto por aquel entonces y, creo que podemos estar de acuerdo todos, mejor hablar las cosas y negociar que liarse a tiros. Sin embargo, tampoco hay que pasarse de optimistas: las cosas no suceden por arte de magia y Metrópolis nos dice algo parecido a lo que el socialismo llamado “utópico” planteó antes de la llegada de Karl Marx o Mijail Bakhunin. Algunos de estos socialismos pensaban que patronos y obreros deben existir sin que haya una disolución de barreras, solo de privilegios que es donde está el origen de las dolorosas desigualdades. Lo que tiene de utópico (término utilizado por Marx) es que entiende la conciliación social apelando a la conciencia y a la buena voluntad. Si el capitalista explotador comprende lo mal que lo está pasando tal o cual al final va a echar para atrás la maquinaria de hacer dinero y tratará de cuidar a sus trabajadores. El final de Metrópolis es precisamente esto: la cabeza y el corazón se entienden.
Por desgracia esto es más falso que un duro de madera. La historia nos ha demostrado que explicarle las cosas al que explota no sirve para nada y que la razón utilitarista suele imponerse antes que un código de conducta que considere tratar al trabajador como trabajador y no como una pieza a la que usar y tirar. Por otra parte, el trabajador no puede aspirar a creer que el que pone el dinero esté ahí para ganar poco. Parece razonable (al menos hasta cierto punto) que el riesgo debe merecer una recompensa. Pese a que siempre hay excepciones lo que ha sucedido durante el devenir de las masas en la historia es que sin un control de las actividades empresariales los que mandan van a decidir siempre a su favor.
En Tacoma se da una situación bastante extrema entre unos trabajadores que tienen un percance donde su vida está en peligro y una multinacional que no atiende las necesidades tal y como cabría esperarse. Es más, parece que la multinacional está detrás de que se aprueben medidas sindicales que ellos mismos están promocionando. Puede que los sindicatos de nuestro presente no tengan ni la utilidad ni el prestigio que hace medio siglo, sin embargo no hay nada menos coherente que una empresa que sea empresa y sindicato. Ahí hay algo que no funciona. El dilema que se esconde en Tacoma es el de la frialdad utilitarista de la empresa contra el drama humano que no entiende por qué tiene que pagar el plato.
La resolución de Tacoma, sobre la que no entraré demasiado, pese a ser mucho más resabiada que la de Metrópolis sí que tiene algo del film de Lang en tanto que utópica. Desde luego que los escritores de Tacoma no creen que solo la buena voluntad llevará a buen puerto las relaciones entre multinacional y empleados, pero apela a una sensibilidad entre los individuos de nuestra especie que, si bien nos parece intuitivamente lógica (estamos dispuestos a ayudar a nuestros semejantes), también nos ha dado más de una sorpresa a lo largo de la historia de la humanidad. En otras palabras, no solo las multinacionales son capaces de cosas terribles.
Tacoma es un buen juego para hacérselo en un rato (dura unos 100 minutos) al igual que Gone Home. Como dije al inicio creo que es mejor juego en todos los sentidos, pero cuando acaba Gone Home sí que me dice algo mucho más profundo que Tacoma. Tal vez porque Gone Home tenía las cosas más claras mientras que la experiencia de Tacoma no se centra en un solo aspecto. Steve Gaynor es consciente de que la recepción del juego ha sido mejor que la de Gone Home (con agregados de notas de Metacritics superiores) ha gustado menos. Esto demuestra que una cosa es cómo puntúas a algo y otra que las cosas no gustan más por tener mejor calificación. En palabras de Gaynor: “Creo que [Tacoma] es muy bueno, pero por otro lado creo que Gone Home conecta de una forma más personal, a un nivel emocional de identificación”.
Puede, pero no estoy muy seguro de esto, que los problemas que se tratan en Tacoma estén más cerca de un adulto que los de Gone Home que, pese a tratar sobre un tema bastante universal como es el amor, sí que está jugando con los resortes propios de una edad de descubrimiento y aceptación sobre cómo uno es. Estos resortes suelen estar más activos (de ahí lo de la identificación visceral) durante el fin de la adolescencia.
Dicho esto, vuelvo al detalle sobre la lucha de clases. No creo que se deba culpar a una producto cultural de no ser “realista” o plantearlo como si esto fuese un problema. De este modo acabaríamos por pensar que Metrópolis no merece la pena por ser demasiado ingenua o, como en el arte totalitario, que lo fantástico o lo posible quede fuera porque lo único interesante es representar la realidad y los valores necesarios para mantener el espíritu. De hecho, lo interesante de la narrativa de Tacoma es cómo puesta por el entendimiento entre la gente. Esto, en nuestros tiempos, es verdaderamente ingenuo pero también tenemos derecho a soñar con un mundo mejor. Tal vez en algún momento nos lo creamos y deje de serlo.