Why can't we be friends? ¿Por qué cooperamos?

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Michael Tomasello, investigador en el campo de las ciencias cognitivas en el Max Plank Institute de Berlín, nos dice: “Uno de los grandes debates de la civilización occidental es si los humanos nacemos de manera natural cooperativos y dispuestos a ayudar y es la sociedad la que nos corrompe, o bien si nacemos egoístas e individualistas y la sociedad nos hace mejores”.

Estas dos afirmaciones se corresponden con dos líneas de pensamiento muy marcadas. La primera suele identificarse con el pensamiento de Jean Jacques Rosseau, la segunda con Thomas Hobbes. En el fondo de esta cuestión no solo está un tema sobre la naturaleza moral del ser humano, sino sobre nuestra evolución como seres sociales.

Tomasello, que no es precisamente un naif seguidor de Rosseau pero tampoco alguien que crea que necesitemos una cabeza que guíe al leviatán de la sociedad, acompaña el comentario con una cita Niccolò Machiavelo: “Un príncipe debe aprender cómo no ser bueno”. Tomasello cree tener pruebas suficientes para demostrar que los niños nacen cooperativos y dispuestos a ayudar, con independencia del entorno social. El enunciado es tramposo, pero permite comprender la idea de fondo de Tomasello: No se trata de nacer bueno o malo, ya que esa es una cuestión moral, sino de si lo hacemos con predisposición a cooperar entre los miembros de la especie.

Tomasello afirma que el peso específico de las normas, tradiciones o prácticas culturales tiene un importante peso pero no supone el punto de partida del ser humano como animal que coopera. Según cree, nacemos cooperativos y la sociedad, pese a todo, refuerza esta tendencia. Su propuesta hunde sus raíces en la idea de que muchos de nuestros parientes cercanos, como los chimpancés, muestran comportamientos similares ante situaciones parecidas: ellos también cooperan. De hecho, el individuo que queda relegado de la sociedad humana o de los grupos de chimpancés son los que demuestran que no son dignos de confianza para cooperar. Porque cooperar es una de las claves de nuestra supervivencia. Aunque está en cuestión si lo que hacen los primates es cooperar, la clave del desarrollo del ser humano pasa por que la cooperación se anteponga a la competición.

Cabe destacar la división que Tomasello realiza sobre la cooperación: (1) Altruismo: un individuo se sacrifica de alguna manera (aunque decir “sacrificio” en castellano sea, tal vez, muy exagerado); (2) Colaboración: un grupo de individuos trabajando juntos por un beneficio mutuo. En este sentido, Margaret Gilbert coincide con la propuesta de Tomasello: nuestro estado por defecto es confiar en otros miembros del grupo así como colaborar con ellos e incluso sacrificarse, dado el caso. La confianza para colaborar no se gana sino que se pierde.

El altruismo se percibe con un marcado significado económico. Es dar algo a alguien sin esperar nada a cambio. De esta forma los niños tienen la tendencia natural a ayudar o colaborar pero no tanto a ser altruistas. No somos altruistas en todos los aspectos que suponga una economía de la especie. Por ejemplo, tendemos a compartir información, pero no siempre ni en todas las circunstancias. Sin embargo, Tomasello (y su colega Joseph Call) encuentra que los niños pre-escolares, tienden a compartir alimento en mayor medida que sus contrapartidas animales.

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Supongamos que este punto de partida es correcto pero la sociedad en la que se nace es totalmente egoísta y enseña que lo importante es trabajar por libre, desconfiar de todos, y que cooperar es un asunto menor. Lo más probable es que ese niño crezca aplicando de forma consecuente aquello que la sociedad piensa sobre sí misma. Por este motivo la enculturación durante el proceso de maduración es tan importante para una construcción social más estable o cooperativa. Por ejemplo, los niños a los tres años realizan un ejercicio de cálculo reflexivo y comprenden que sale más a cuenta el cooperar que el ir por libre, incluso con los costes que trae consigo el colaborar. Las normas que sugieren o imponen los padres, como “no mientas”, “comparte tus juguete” o “sé bueno” pueden tener un importante poso moral, pero según Tomasello, es probable que sean una advertencia; restos evolutivos que indican que aquellos que no cooperaban, habitualmente los menos, eran condenados al ostracismo.

De esta manera, no es tanto que el niño tenga una propensión natural a acatar las normas, o que siga a pies juntillas lo que sus tutores le digan, más bien al contrario. Lo que se sugiere es que el niño es sensible desde muy pequeño a la interdependencia que tenemos como especie. El principio es simple: La mentira, el engaño, la traición, el robo, etc. aunque esté siempre presente en nuestra cotidianeidad no es la norma, sino la excepción. Porque si fuese lo normal nadie podría engañar, ya que todos sabríamos que cada palabra que decimos es mentira. En ese mundo alternativo ser honesto sería la nueva mentira.

Si nos preguntamos por qué cooperamos o colaboramos en un videojuego la respuesta parece bien fácil: para conseguir un objetivo que en circunstancias normales no alcanzaríamos de manera individual. ¿Pero solo cooperamos por eso? Sí y no. Aunque la principal motivación para formar un grupo sea alcanzar un objetivo que para un individuo solitario sería inalcanzable, establecer relaciones sociales preexistentes y reforzarlas mediante el juego es un fin en sí mismo, tal y como señala Jane McGonigal. Según un sondeo del 2012, la mayor parte de los jugadores que montan un grupo en actividades cooperativas o mundos persistentes se conocían previamente en el mundo “real”. Una de las razones es bien simple: por lo general resulta más divertido pasar el tiempo con otras personas que conocemos. Además, somos más resistentes a agruparnos con desconocidos, probablemente porque la incertidumbre sobre si los demás van a cooperar es mucho mayor –en esa incertidumbre también está la idea de cómo vamos a ser recibidos o el miedo a no encontrar un lugar.

En este sentido acotar las posibilidades de interacción entre los jugadores en los cooperativos fomenta la colaboración pero olvida el altruismo. Así, The Division y la narrativa emergente de la Zona Oscura o del matchmaking limitaba ir más allá de enfrentarse al objetivo común. En los Souls el caso del PvP o PvE es similar, aunque el sistema de notas implementa en cierta medida el altruismo cuando alguien es capaz de dejar un consejo útil para progresar solo por el hecho de saber que algún miembro de la comunidad del juego va a poder beneficiarse de ello. La retribución por recibir una puntuación por la nota (recuperar algo de vida) es un aliciente para dejarlas, pero no es suficiente. Si se hace es porque es agradable ayudar o, en el caso de las notas falsas o jocosas, irritar o divertir.

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Hay que matizar un detalle, el objetivo no tiene por qué ser “ganar”. Si seguimos la lógica anterior sobre establecer lazos entre los miembros de una comunidad (y descubrir quién sigue siendo de confianza) el hecho de jugar juntos ya es un objetivo en sí mismo. Ganar, en el caso de que el grupo se una con ese fin, es un complemento, un añadido que puede ayudar a que el grupo se cohesione, pero no es elemento necesario por el que se repetiría la experiencia. En todo caso ayuda a repetir la experiencia en una actividad concreta. Pues el grupo va a buscar unirse en otros juegos si los lazos de confianza se mantienen con independencia de en qué juego se forme el grupo.

Aunque los juegos tienen demandas diferentes a las de la realidad (si es que podemos separar de manera radical ambas dimensiones) las dinámicas de altruismo y cooperación sigue pautas similares en ambos lugares. Tampoco se trata de decir que el videojuego refuerza positivamente la cooperación, sino que cooperar forma parte consustancial del ser humano como ser social; los juegos en general y los videojuegos en particular sirven como campo de exploración antropológica: nos permiten comprobar de primera mano el funcionamiento de la colaboración y comportamientos altruistas cuando se desarrollan actividades complejas y desafiantes que requieren la coordinación de todas las partes implicadas.

Acerca de Alberto Murcia

Doctor en Humanidades por la Universidad Carlos III y tecnófilo. Dedico parte de mi tiempo a escribir sobre videojuegos en esta casa tan acogedora. También colaboro en El Estado Mental, Irispress, Zehngames, Deus Ex Machina y Anaitgames

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